A ciegas

A ciegas

Todos y cada uno de nosotros tenemos nuestros deseos más primarios. Cada uno tiene los suyos —propios y diferentes— y, menos mal, ya que así la vida y, sobre todo la sexual, es muchísimo más divertida. No caemos en la rutina y cada encuentro es un mundo distinto al anterior, aunque lo estés haciendo con la persona con la que llevas toda la vida. Esto hace que el deseo se pueda convertir en una necesidad; casi en una adicción.

Una pareja de amigos, contactó conmigo. Cada vez son más las personas que lo hacen para poder experimentar nuevas situaciones y llevar sus relaciones a un nuevo nivel, sin poner en peligro su identidad.

Como es habitual, nos tomamos un vinito en una terraza para romper el hielo, perder la vergüenza inicial y conocernos mejor. Siempre he pensado que conectar con las personas hace que las relaciones sean mucho más placenteras.

Era una pareja muy divertida y a la hora de tratar con ellos fueron muy abiertos; de las típicas personas que hablan hasta con las piedras. Físicamente no tenían un cuerpo diez —según los estereotipos de la sociedad—, pero ambos tenían algo especial, algo que te atraía, te embaucaba y te hacía caer en sus redes.

Tras tomar esa copa, nos fuimos a su casa —su refugio—, donde podían liberar los más íntimos deseos de su sexualidad.

—Me voy preparando —dijo ella justo al llegar.

Él respondió asintiendo con la cabeza, como si ella le hubiera pedido permiso a su amo y este tuviera a bien concederlo. Se retiró a la habitación, mientras que su marido y yo charlábamos de los hobbies que teníamos en común.

—Vamos, ya debe estar lista —dijo con autoridad.

Subimos a la planta de arriba —totalmente diáfana—, que era su habitación. Ocupaba todo el espacio de la vivienda por lo que en ella cabían todo tipo de muebles, desde grandes armarios hasta un sofá y de otras clases más divertidos, con los cuales seguro que disfrutaban de la sexualidad. En el centro de la inmensa cama, de dos por dos, se encontraba ella, sentada sobre sus pies y con las rodillas separadas, esperando que llegase su marido.

Maquillada —antes no lo estaba— y con el pelo acicalado. Toda la habitación olía a su perfume. Vestida con lancería de color rojo, que le resaltaba su pecho, que apenas tapaba, dejando ver lo erecto de sus pezones.

En una esquina de la cama había una corbata roja y unas esposas de cuero negro.

—Tráemelas que te las ponga —dijo él.

Empecé a entender su forma de hablarle. Ese tono autoritario, que antes no le había escuchado, que dejaba ver su rol de dominante y que a ella le gustaba que le mandaran en el sexo. No era una relación de amo y sumisa, simplemente él mostraba su autoridad y ella se dejaba llevar. Se acercó a él, para llevarle las esposas y la corbata. Al incorporarse de la cama, descubrí que aquel atuendo picante rojo, no tenía parte de abajo por lo que dejó ver su vulva totalmente depilada y rosadita, tan perfecta que parecía que estaba sin estrenar, algo que seguro no era así. La ató, le vendó los ojos con la corbata y la acercó a la pared. En esa pared, había un gancho a una altura considerable, le levantó los brazos y encadenó las esposas allí, dejándola casi colgando, a la distancia justa para que pudiera hacer con ella lo que quisiera, desde cualquier postura.

Estaba inmovilizada, con los brazos por encima de su cabeza, privada de cualquier visión de su entorno, con su lencería, que le cubría hasta la cintura y con la entrepierna a merced de su marido. Él comenzó a besarle por el cuello, sus labios hacían que se le erizara la piel. Sus manos agarraron las de su mujer para luego ir deslizándose por sus brazos hacia abajo hasta llegar a sus pechos, los cuales descubrió de aquellas telas, dejándolos a la vista para poder besarlos, lamerlos y darle pequeños bocaditos para hacer sentir el dolor justo para que sea excitante. Sin quitarse ni una de las prendas que llevaba puestas, siguió deslizándose hacia abajo hasta llegar a la zona más placentera. Rosadito y ya con brillo, debido a la humedad de lo excitada que su marido la ponía, acercó su lengua entre sus muslos. Ella estaba cachonda sintiendo a su marido en su entrepierna —solo podía sentirlo—. No podía ver nada, encontrándose en la más excitantes de las cegueras.

La lengua pasaba entre los labios más íntimos de ella de tal forma que no se tardó en escuchar el sonido de la sensualidad, como cuando palmoteas un charco de agua. Ella no paraba de gemir, luchaba por no gritar de placer.

—Páseme la lengüita —dijo ella.

Le dio la vuelta y la puso mirando hacia la pared, donde comenzó a lamerla de adelante hacia atrás, pasando por todos los orificios más íntimos y placenteros. Él se levantó, en un gesto de desesperación, se desabrochó el pantalón y sacó su miembro, ya erecto. Sin ningún tipo de delicadeza, lo introdujo en el interior de su mujer, haciendo que ella gritara de placer al sentir el pene de su marido dentro de su vagina empapada. Los embistes de su marido hacían que los pechos de ella golpearan en la pared, sintiendo de nuevo, una gustosa mezcla entre dolor y placer.

—Quiero que me dé mi leche —gritó.

La penetración era cada vez más rápida y más dura, empotrándola —literalmente— contra la pared.

—Voy a descargar dentro de ti.

A lo que ella respondió arqueando su espalda para que su marido tuviera más acceso a poder penetrarla.

—Deme lo que es mío, voy a correrme con usted.

Ambos gemían y suspiraban a la par al haber explotado juntos en aquella pared.

El resto del día se disfrutó, y mucho, en aquella habitación preparada para el placer, pero esa historia os la contaré en otro momento.

 


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