La puerta de atrás

La puerta de atrás.

Todos los relatos los acabo diciendo: «Esa relación tuvo más diversión, pero os lo cuento en otro momento». Pues bien, esta historia no cuenta esa segunda parte de un relato, sino, la historia de una pareja que le gustó tanto la experiencia, que repitió.

Ya conocéis a mis amigos juguetones, con los que compartí senderos de gloria. Me volvieron a invitar a dar una caminata por el campo para que nos diera el fresco, aunque creo que, lo que querían hacer, más que nos diera el aire, era quitarse el calentón que tenían los dos.

Nos montamos en su coche y comenzamos el viaje hacia una zona de la sierra en la cual ninguno habíamos estado nunca. El trayecto se dio de lo más normal y cotidiano. Hablamos de quién nos había recomendado la ruta, de las características del lugar, de la distancia y la dificultad de la misma.      Aquella mañana amaneció fresquita y la calefacción del coche no funcionaba, por lo que ninguno dejábamos de frotarnos —manos, brazos y piernas— para intentar entrar en calor. Sentados en el coche, tampoco podíamos hacer mucho más. O eso parecía. Ella iba en el asiento del copiloto, con unos leggins muy ceñidos, dejando ver cualquiera de sus curvas, de cintura para abajo, sin dejar mucho a la imaginación, siendo la única ropa que cubría su zona de placer. Se frotaba rápido y fuerte las piernas —quería entrar en calor—, ya que estaba completamente erizada y sus pezones así lo delataban. Miraba a su pareja que conducía el coche mientras pasaba sus manos por sus piernas, haciendo que el roce empezara a cambiar sustancialmente, ya no se frotaba, ahora se acariciaba. Pasaba las manos por sus muslos, suave y lentamente, arañándolos como si una gata en celo estuviera saliendo de su interior.

—Parece que estás entrando en calor —dijo él.

Se miraron de una forma cómplice. Ella acercaba sus manos cada vez más a su ingle, dejando que sus dedos jugaran con sus labios. Labios que resaltaban por encima de sus leggins. Abrió sus piernas para poder llegar a su zona más íntima, su dedo subía y bajaba por la hendidura abierta entre sus labios, rodeaba su clítoris y se apretaba para sentir más aquel placer. La humedad ya se notaba en su ropa. ¡Qué calientes nos puso a su pareja y a mí!

Circulando ya por la zona de senderismo, sin aún llegar a nuestro destino, paró el coche en un pequeño claro.

—No aguanto más, bájate —dijo él.

Nos adentramos unos metros en el bosque para apartarnos de la vista de cualquier persona que pudiera pasar por aquel angosto camino, lo justo como para no dejar que el calor que sentían se apagara ni un solo grado. Se agarraron y comenzaron a besarse apasionadamente, daba igual el frío, la incomodidad del terreno, la ropa…, solo querían disfrutar del deseo que sentían cada uno por el cuerpo del otro. Él giró a su mujer, que apoyó sus manos contra un árbol, inclinándose para poner su culo respingón a disposición de él. Le bajó sus leggins —efectivamente, no llevaba ropa interior— y él bajó su pantalón lo justo para dejar su miembro a la vista. Ya estaba erecto. Ver a su esposa tocarse en el coche, hizo que se pusiera a mil, sin necesidad de más aliciente. Lo entiendo perfectamente, a mí me pasó lo mismo.

Acercó su glande a ella, lo rozó por su vulva con movimientos hacía delante y hacia atrás para empaparse de la humedad de ella. Estaban encendidos, no querían preliminares, querían sentir el calor del otro.

—Dámelo en el culo —dijo ella.     

Él escupió en su capullo y comenzó a meterlo lento por el culo, hasta que este llegara a la holgura para disfrutarlo. Empezó a dilatarlo, para que pudiera entrar suavemente en él, para acto seguido comenzar con unas embestidas más fuertes y rápidas. Ella tenía una mano apoyada en el árbol, la otra disfrutaba con su clítoris, sus dedos entraban dentro de ella para poder sentir esa doble penetración. Frotaba su clítoris rápido, de forma desesperada. Él tenía esa misma sensación de desespero, penetrándola. Ambos estaban a punto de explotar. Sin avisarse entre ellos, comenzaron a gritar y gemir de placer.

—Ni se te ocurra parar —dijo ella.

Estaban corriéndose a la vez y tan calientes que, ninguno de los dos puso resistencia a explotar con las primeras sensaciones. Su compenetración llegaba hasta el punto de correrse mutuamente sin tener que avisarse entre ellos.

Aquel día de senderismo dio para más diversión, pero eso os lo contaré en otro momento.



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