Señora en la calle
No hay nada más sexi que una mujer
que sabe lo que quiere y con una personalidad sensual. Puedes tener el mejor
cuerpo del mundo y no saber usarlo, o puedes no tenerlo y tu personalidad, tu
sensualidad y tu mente, hacerte la persona más atractiva del mundo.
Contactaron conmigo una nueva pareja
de amigos. Quedamos en una terraza
para tomarnos un vinito y conocernos un poco mejor. Eran una pareja madura que
—físicamente— no destacaban sobre el resto.
Entre vinos, empezamos a
desinhibirnos, rompiendo ese hielo inicial. Empecé a darme cuenta del poder de
atracción de ella; su forma de pensar, de hablar, de moverse, hasta su perfume,
hacían que cayeras en su red como un marinero cae en el canto de una sirena
tras escucharla. La frase: «Una señora en
la calle y una puta en la cama», con ella, cobraba forma. Él era más tímido
e introvertido; el complemento perfecto para esa mujer que lo abarcaba todo.
Decidimos terminar la conversación y
dirigirnos a un lugar más íntimo. Habían reservado una habitación en un hotel
para poder dar rienda suelta a sus deseos más salvajes.
Recorrimos el pasillo hasta llegar a la habitación. Ella iba
delante, su pareja y yo andábamos detrás —uno al lado del otro—, sin hablar y
deleitándonos con sus andares. Todo en ella era erótico; su contoneo de cadera,
hasta el ruido de sus tacones al andar eran melodía para nuestros oídos.
—Poneos cómodos, voy a refrescarme
—dijo al entrar.
Salimos al balcón para que nos diera
el aire y bajar así la temperatura de nuestro cuerpo, por lo menos yo, que
sentía cómo mi ropa interior me empezaba a apretar.
—¿Qué tal estáis? —preguntó ella.
Al girarnos, nos quedamos sin
respiración. Allí estaba aquella mujer sensual y conocedora de ello. Se había
alborotado el pelo para darle volumen, pintado los labios de rojo pasión,
perfumada y fumando un cigarro a lo Marilyn Monroe. Su otra mano, se apoyaba en
su cadera voluptuosa y nos dejó ver todo el esplendor de su cuerpo, ya que solo
vestía con un sujetador negro y sus tacones. Su cuerpo no era espectacular,
pero aquella imagen es de las más eróticas que he tenido el gusto de ver.
—Ven, cariño, cómeme —dijo.
Su pareja se arrodilló y se acercó a
ella a cuatro patas como si fuera su perro fiel. Cuando llegó a su altura, alzó
la cabeza y se encontró aquel Monte de Venus al nivel de su boca. Comenzó a
pasar la punta de su nariz alrededor del clítoris, reconociendo el olor de su
mujer. Ella le agarró del pelo y lo estrujó hacia ella. Se notaba cómo mandaba
y no quería que se distrajera en más preliminares de la cuenta. Casi sin
respirar, saco su lengua y la pasaba de arriba hacia abajo por los labios. Los
humedecía y jugaba con el clítoris para excitarlo. Ella, se hacía la dura, pero
movía su cadera de forma involuntaria —fruto de la excitación—, mientras
acababa su cigarro. Él agarró sus nalgas, separándolas una de otra y se
apretaba más hacia ella para poder introducir su lengua en el fondo de su ser.
Agarró a su marido del pelo y lo alejó de ella.
—Quítate la ropa —ordenó.
Él obedeció mientras ella se
acostaba en la cama, acomodando las almohadas para estar inclinada de cintura
para arriba. Sus piernas estaban abiertas y sus rodillas elevadas, dejándome
ver cada centímetro de aquella hermosa de vulva, rosadita y muy mojada. No
hacía calor, pero yo tenía todo el del mundo. Aquella mujer hacía que me
excitara y mis ganas de poseerla fuesen incontrolables.
—Ven, quiero saborearte.
Su marido —desnudo— se puso de
rodillas junto a la boca de su mujer y ella no dudó un segundo en introducir
aquel miembro erecto en su boca. Lo lamia, le escupía y mordía como si fuera un
juguete. Era suyo y hacía lo que quería con él. Con una mano jugaba con las
bolas de su marido, rozando pícaramente su punto G. Con la otra, se daba
placer; rozando sus labios, frotando su clítoris e introduciendo los dedos para
humedecer más su parte más pecaminosa. Se introdujo sus dos dedos mágicos que
entraban y salían de ella empapados de placer cada vez más rápido. Uno, es el
mayor conocedor de su cuerpo y sabe cuál es el botón para hacer que explotes.
Sus gemidos solo eran callados por la verga de su marido por su boca. Ella
estaba a punto de caramelo.
—Quiero correrme en tu boca —dijo
ella.
Rápidamente él bajó y comenzó a
lamerla mientras ella aún seguía con sus dedos dentro, dándose gusto. Sus
gemidos aumentaron, dejando intuir lo que ocurriría. La explosión llegó y se
manifestó de forma efusiva y a chorro en la cara de su esposo.
Los gritos de placer, sus espasmos y
aquella situación hacían que cualquier persona quisiera disfrutar de aquel
momento descargando toda su pasión.
Todo lo que pasó después, os lo
contaré otro día.
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