Bienvenido a casa.
Contactó conmigo una nueva amiga que quería que fuese testigo de
cómo disfrutaba del sexo con su marido. Hasta aquí todo dentro de lo habitual.
Me hizo mucho hincapié en que tenía que ser un día entre semana —algo menos
habitual—, ya que las relaciones que dan pie a estos relatos suelen suceder los
fines de semana. Cuando estamos menos ajetreados. Finalmente, nos organizamos y
así lo hicimos.
Cuando llegué a su casa, me recibió
solo ella, ya que su marido estaba trabajando y aún no había llegado. Pasamos
al salón y nos sentamos en el sofá, desde el cual se veía la puerta de entrada.
Después de la típica conversación para romper el hielo, me explicó qué era lo
que quería.
—Quiero darle una sorpresa a mi
marido. Hemos hablado de contactar contigo, pero yo me he adelantado sin
comentarle nada a él porque quiero complacerle y hacer realidad su propia
fantasía —dijo.
Estuvimos hablando poco rato más,
cuando llamó su marido diciendo que salía del trabajo y que en treinta minutos
llegaría.
—No te demores —dijo ella al
teléfono—. Tengo una sorpresa esperándote en casa.
Ella aprovechó para irse a la
habitación a prepararse para la llegada de su marido. Apareció de nuevo en el
salón y cuando la vi, me calenté al instante. Venía subida en unas botas
negras, con un tacón de infarto, cubría sus largas piernas con medias de rejillas
que le llegaban casi a su ingle e insinuaba sus curvas perfectas debajo de un body burdeos de encaje, el cual tenía el
acceso totalmente abierto a su vulva, perfectamente depilada y rosada.
—¿Estoy guapa? —preguntó sexy.
—Espectacular. Si no quiere tu
marido, estoy aquí para servirte —dije.
Cuando el marido llegó, ella lo
estaba esperando frente a la puerta con una cerveza muy fría en la mano. Entró,
cerró la puerta y se quedó petrificado al ver a su esposa cual diosa del sexo
esperando a ser poseída.
—¿Quieres una cerveza o hacerme
tuya? —preguntó pícara.
Con esa voz, que a cualquier hombre
derrite, la decisión del marido fue evidente. La miró —tras verme— con cara de
sorpresa.
—¿Es él? ¿De verdad? —preguntó.
—Sí. Sorpresa doble —respondió.
En lugar de desconfiar y ponerse
celoso, sin mediar palabra, supo enseguida quién era yo. Su cara de sorpresa se
convirtió en una de aceptación, sabiendo que iba a disfrutar. No se movieron
del recibidor de su casa, cuando su mujer se acercó a él, con un movimiento de
cadera impresionante, dando a entender lo que podía hacer con ella para que el
placer fuera máximo. Comenzaron a besarse, pero no empezaron con besos tiernos.
Directamente la lengua de su mujer se deslizó suave y lentamente desde la
barbilla hasta sus labios, sus lenguas se fundían jugando entre ellas, sus
labios ensalivados no dejaban espacio ni para que pasara el aire y los
mordisquitos se hacían interminables hasta el punto de llegar a la frontera del
dolor más placentero. Ella se abrió ligeramente de piernas, abriendo el camino
a su placer. Hizo que su marido se pusiera de rodillas y le puso su coño
delante de su cara.
—Cómetelo.
Aceptó la orden como el mejor de los
soldados. La abertura del body,
facilitaba aquella misión sin poner ninguna barrera para ello. No se andó con
delicadeza. Sacó su lengua húmeda y la deslizó de abajo arriba, suave, hasta
llegar al clítoris, donde se entretuvo jugando el tiempo necesario hasta que su
esposa empezó a mover su cadera adelante y atrás presa del movimiento
involuntario que te hace sentir el mayor de los placeres. Él, le escupía en sus
labios para que estos estuvieran más dispuestos a que sus dedos jugaran con
ellos, mientras su lengua no dejaba de frotar el clítoris erizado y rendido a
lo que estaba haciendo con él. Introdujo los dedos dentro de ella y el suspiro
de placer que gritó a los cuatro vientos, hizo que yo me pusiera a mil. Mi polla
quería salir a ver ese espectáculo.
Agarró la cabeza de su marido y la
empujaba hacia su coño, sin dejarle respirar y sintiendo cómo su instinto más
salvaje le pedía a gritos más. Su espalda arqueada hacia atrás y su cabeza
mirando al cielo —con los ojos cerrados—, hacían ver que el placer recorría
todo su ser y los gemidos así lo confirmaban.
El marido se levantó, recorrió con
sus manos la silueta de su mujer hasta llegar a sus pechos. Agarró el encaje
que los cubría y lo apartó bruscamente. El instinto más primario, ya se había
hecho dueño de su cuerpo. Aquellos pezones rezumaban sexualidad, muy rosaditos
y tiesos, dispuestos a disfrutar. Él los pellizcaba mientras besaba
apasionadamente a su mujer. La agarró por los hombros, le dio la vuelta,
poniendo las manos de su esposa apoyadas en la puerta de la casa, le agarró la
cadera, colocándola en la posición que él quería y ella dejándose hacer para
recibir todo lo que le quisieran dar. Se desnudó de cintura para abajo, dejando
salir su polla dura al aire, la acercó hacia el coño de su esposa, rozó su
cabeza por los labios y el clítoris para que tanto la humedad de él como la de
ella se hicieran una.
En ese momento, yo ya no podía
controlar mis movimientos involuntarios. El que más me gustaba era el de
apretar mi polla por encima del pantalón. Qué caliente me tenía esa escena.
Con su mano, colocó su polla a las
puertas del placer, agarró fuertemente la cadera de su esposa y se introdujo
dentro de ella haciendo que sus pechos rebotaran contra la puerta. Las
embestidas eran brutales, la delicadeza brillaba por su ausencia, el ritmo era
lento, pero la fuerza con la que aquella polla entraba dentro hacía que la
situación fuera primaria, esencial, natural, pasional.
—Destrózame —gritó.
Con una mano agarraba la cintura y
con la otra le agarraba el pelo, haciendo casi que su culo y su cabeza se
unieran. Había puesto a su marido tan caliente, que había despertado la fiera
que dormía dentro de él. Comenzó a emitir gemidos que batallaban con los de
ella y el sonido celestial que hacían esos cuerpos chocando, se podía oír hasta
las palmadas que le daban los huevos en la vulva en cada una de las embestidas.
—Voy a correrme —dijo él.
Rápidamente, su esposa se arrodilló
y se metió la polla en la boca. Mientras la chupaba, apretaba los huevos de su
marido, por lo que la explosión no tardó en llegar.
Ahora era el marido el que miraba al
cielo de placer.
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