Blancanieves

Blancanieves.

 Últimamente tengo la suerte de que veo muchos amaneceres y no por nada malo, al contrario. Los observo después de largas noches de sensualidad, lujuria y deseo. Para mí, una gran noche de pasión, no es mantener una o varias relaciones y llegar al culmen. Para tener una noche completa de pasión, no es necesaria la penetración en sí. Soy un apasionado de los preliminares, me encanta poder excitar a una persona, incluso sin llegar a tocarla y notar cómo sus ojos se ven distintos. Cómo trastea con su pelo, cómo juega con sus labios, cómo se le eriza la piel, cómo se le endurecen los senos, cómo retuerce y arquea su cuerpo… Eso es una noche de pasión. Donde ambos cuerpos quedan exhaustos, no solo por el ejercicio físico que hayan podido realizar, sino, por el conjunto de situaciones que hayan hecho que la mente y el cuerpo caigan rendidos por la excitación al llegar a los límites del cuerpo y quedarse a las puertas de sobrepasarlos para ansiar más esa explosión.

Esto me sucedió con esta pareja de amigos. Me llamaron para que les visitara en su casa y con gusto acudí. Cenamos y tomamos vino mientras manteníamos una larga conversación muy enriquecedora. De una manera fluida y natural, la pareja, que cada vez se excitaba más entre sí, decidieron subir a su habitación —la cual parecía una suite lujosa de un hotel de alto standing—. En aquella estancia, había espacio más que suficiente para hacer prácticamente de todo, en cualquier lugar: baño espectacular, gran vestidor, mesa de escritorio, cómoda, balcón, sillón rinconero… Como una noche de pasión no es solo llegar al culmen, esta pareja se excitó por cada rincón de aquella estancia. Aunque esta historia no vaya de todas las cosas que se hicieron en aquella habitación, sí quiero resaltar la escena de película Disney que tuvo lugar en ella. Más concretamente, la de Blancanieves.

Las horas pasaron y la pasión y la lujuria llenó aquella habitación por completo, hasta el punto de que los cuerpos quedaron rendidos en aquella cama, testigo de todo el placer concedido. En un pequeño descanso, él se durmió exhausto. Mientras ella y yo charlábamos tranquilamente. Me encontraba sentado en la butaca —como hice durante gran parte de la noche— y ella desnuda en su cama —con pose de musa—, la cual pintó el mejor de los pintores del realismo.

Su cuerpo no era para menos. Pelo largo y ondulado —aunque en ese momento estaba enmarañado por la noche transcurrida—, ojos negros, labios carnosos, pechos hechos para pecar —definidos y turgentes—, de pezones rosados, cinturita de avispa, caderas anchas con un precioso culo respingón y unas piernas que te llevan directamente a la locura.

Durante nuestra charla, no dejaba de mirar el miembro de su pareja, el cual, se encontraba dormido junto a ella boca arriba.

—Lo siento, no puedo evitarlo —dijo.

Y comenzó a acariciar y a frotar el pene mientras seguíamos hablando.

La reacción del miembro a aquellos tocamientos no tardó en llegar. Comenzó alargando su tamaño, ensanchando sus dimensiones y erigiéndose hacia ella. Ella no tardó en acercar sus labios jugosos y comenzar a jugar con su lengua. Rozaba el glande con sus labios mientras acariciaba el escroto de su marido con su mano. En todo momento, manteníamos nuestras miradas unidas y la conversación proseguía, en los instantes en los cuales no tenía la boca ociosa. Una vez estaba bien lubricada, se subió encima, dándole la espalda a él y de cara hacia mí, puso las rodillas en la cama y se la introdujo de forma lenta y suave. Me dejó ver su cuerpo en todo su esplendor, mientras que subía y bajaba, sintiendo a su marido dentro de ella. Se agarraba los pechos con fuerza y pellizcaba sus pezones, haciendo que su piel se erizara y enrojeciera del placer que estaba sintiendo —por el fuego dentro de ella y por mi mirada—. Dejó de cabalgar y deslizó su cadera encima de él, haciendo que su clítoris se rozara con sus testículos. Sus gemidos empezaron a aflorar de su boca, cual susurro de un secreto dicho al oído. De pronto, las manos de su marido la agarraron por sus caderas y las apretó contra él. Los gemidos, se volvieron gritos. Volvió a empezar a cabalgar, pero esta vez con más fuerza, como si intentara que llegara hasta el fondo de su ser. Su sonido era enloquecedor. La zona donde se unían sus cuerpos estaba tan mojada que sonaba como una palmada en el agua.

—¡No pares, no pares, no pares! —gritó.

Los espasmos de su cuerpo delataron el clímax al que había llegado y sus pezones erizados parecían que se escaparan de su cuerpo. Lejos de acabar, siguió deslizándose encima de su marido hasta que él empezó a empujarla hacia arriba.

—No puedo más —gritó.

Ahí terminó la magia de Blancanieves, por el momento.

             

Dadle Visibilidad a Vuestros Deseos






Comentarios