Donde hay patrón...

Donde hay patrón...

                                

En verano, en plenas vacaciones, estamos más tranquilos, más relajados y más fogosos. Muchos amigos me llaman desde sus residencias costeras y la verdad es que no paro, últimamente, de ver el mar, aunque no sea precisamente para relajarme y desconectar.

En esta ocasión, me avisó una pareja de viejos amigos de Mirada Sensual. Estaban de vacaciones en la costa y querían que pasara el fin de semana con ellos, estrenando su nueva adquisición: un barco.

—Este fin de semana estamos solos, los niños están de viaje y no tenemos ninguna visita programada, por lo que nos lo vamos a dedicar —dijo ella.   

No es la primera vez que comparto inolvidables momentos con esta pareja, por lo que la conversación para romper el hielo —que mantengo con todos mis amigos—, no hizo falta. Nuestras conversaciones eran distintas; como las que mantienes con amigos verdaderos, en las cuales te abres sin ningún tipo de tapujos.

—No te acomodes, que nos vamos. Estábamos esperando a que llegaras para irnos.  Queremos enseñarte una cosa —dijo él al llegar a su casa.

Son una pareja con un nivel adquisitivo muy alto y les encanta dar rienda suelta a su vida sexual, pero tienen que tener mucha discreción por el mundo del famoseo en el que se mueven. Este es uno de los motivos por lo que cuentan conmigo.

Nos subimos en su coche y me llevaron a un pequeño puerto deportivo. Yo pensaba que me iban a enseñar su nueva casa —en el mismo puerto—, aunque me llevé la sorpresa al comprobar que su vivienda era flotante. Se habían comprado un barco y no se lo habían dicho a nadie para poder darle el estreno que se merecía.

Al subir a bordo, veo que estaba todo preparado con todas las comodidades para disfrutar de grandes momentos en familia. La nevera estaba llena y las bebidas enfriándose. Se habían encargado de que todo estuviera listo para zarpar.

La imagen era idílica. El mar en calma. Hacía muy poco que había amanecido por lo que el sol aún se veía cerca de la línea entre las montañas y el cielo. Algunas calas alejadas se vislumbraban tras la neblina, haciendo que el paisaje fuese para enmarcar. Pasamos el fin de semana bordeando la costa y disfrutando de calas que nada tienen que envidiar al caribe. Pasábamos el día haciendo muchas cosas dentro y fuera de los camarotes, pero la que para mí fue la mejor escena: la del timón.

Son una pareja muy fogosa y llevan muchos años juntos. Se nota que se quieren y tienen una conexión tal que, con una sola mirada, un gesto o un pequeño detalle, ya saben lo que les pide el cuerpo a cada uno. Parecía un guión de película, en el cual ya sabían dónde, cómo y cuándo, como si lo hubieran organizado previamente, algo que a mí, me encantó.

Estaba anocheciendo, en el punto en el que el sol ya no se veía, por haberse escondido entre los picos de las montañas, pero la visibilidad era total. Estábamos tomando una botella de vino —tranquilos y relajados— en la cubierta, cuando ella se levantó, se colocó el sombrero de su marido y se puso a los mandos del timón. Yo pensaba que simplemente quería estirar las piernas, pero creo que la señal fue la de ponerse el gorro. En el momento que su marido la vio, sin dejar la conversación que mantenía conmigo, se dirigió hacia el timón, se colocó detrás de ella y comenzó a acariciarla. En ningún momento separó sus manos del mando del barco. Se agarraba a él como si atravesáramos una tormenta en mar abierto, aunque la tormenta la estaba sintiendo ella. Los labios de su esposo, jugaban por su cuello, mientras que las manos le acariciaban su cuerpo, sin tocar ninguna de sus zonas erógenas. Esto hacía que su piel se erizara de placer. Sus mordidas de labio, la delataban. Separó sus pies, dejando vía libre para las manos de su marido, quien las deslizó hasta llegar a las ingles. Las acariciaba, las arañaba y se acercaba más a la zona del deseo, pero sin tocarla aún de manera directa. Él se agachó, ella se inclinó hacia adelante, haciendo que yo perdiera la visión de su marido, ya que yo estaba situado justo enfrente de ella. El trabajo que le estaban realizando tenía que estar muy bien hecho, por los sonidos de gorgoteos y chupetones que se escuchaban. Ella no dejaba de mirarme. Su cara y sus gemidos decían que estaba encantada con la situación.

—Quiero sentirlos rebotar —dijo ella.

Él se incorporó y comenzó a penetrarla. Pocas veces he visto que el acto sexual sea sensual, lento y tranquilo y este tampoco iba a ser el momento. Las embestidas hacían que los golpes entre los cuerpos sonaran más que los gemidos de ella. Los empujones hasta el fondo hacían mover el barco. Situación salvaje en estado puro. Ella descubrió sus pechos, acto que le excitaba aún más que el ser follada. Su marido, en ningún momento separó sus manos de las caderas, para poder así ejercer más fuerza. Sus pechos se movían al compás de las embestidas y ella no apartó la mirada ni un segundo de mí. Le caían gotas por las piernas. No  podía distinguir si eran del sudor o de la humedad del placer que estaba sintiendo en ese momento.

—¡Rellénamelo, rellénamelo! —gritaba.

Como buen marido obediente, descargó todo lo que llevaba dentro en el interior de su esposa —me di cuenta por la cara y los gemidos de él—. En ningún momento ella miró a su marido. No hacía falta. Se conocían tanto que, hasta con el movimiento que el otro realizaba,  sabían qué les ocurría. Los dos erguidos, se besaron, se acercaron a mí y volvieron a sentarse alrededor de la botella de vino, con toda la naturalidad del mundo, retomando la conversación.

Como he comentado antes, hicimos muchas cosas, pero para mí, la más reseñable, la follada del timón.

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